Era un buen amigo. Quizás no de esos que van contigo a todas
partes, pero eso no significaba que no te quisiera. Él era distante, pero en
realidad siempre estaba ahí. No le gustaba estar solo, pero ¿a quién le gusta?
Era un amigo de esos que sabe cuando estás preocupado, cuando necesitas apoyo.
No decía nada, pero su presencia era suficiente para animarte.
Le gustaba mucho pasear, aunque más en invierno que en
verano, porque el calor no le iba nada bien. Disfrutaba mucho corriendo, pues lo
llevaba en sus genes. Ojalá hubiera podido correr más. Aunque creo que lo que
más le gustaba en esta vida era la comida. Sí, la comida. Pero no la suya, la
de los demás, y sobretodo la carne. Se ponía tan contento cuando recibía un
premio, o cuando se encontraba un bocadillo por la calle… Más de un mordisco
nos llevamos al intentar quitárselo de la boca!
Cuántos buenos momentos nos regalaste. Imposible numerarlos
todos, como imposible no emocionarme al recordarlos.
Cuando llegaste llenaste un hueco difícil de tapar, pero
eras tan lindo!
De pequeño la liaste un par de veces. Te comías todo
lo que encontrabas por delante: servilletas, trapos de cocina, ropa interior,
plantas, cactus, libros… Fue muy divertido.
También lo fue enseñarte a hacer monerías varias. Qué listo eras, lo
aprendiste en seguida.
Luego te hiciste mayor, adulto. Uno más en la familia. De
viaje viniste con nosotros un par de veces, debimos llevarte más. Lástima que
no conocieras la nieve, tu hábitat natural. Quizá ahora estés allí.
Lo que no
te gustaba nada era el agua y bañarte, aunque a mi me encantaba verte todo
mojado, chapoteando y luego enchufarte el secador. Quedabas tan blanco y
reluciente que imponías. Eras un lobo, un precioso lobo. Todo el mundo te
admiraba.
Más adelante llegaron algunos amigos más. Te costó acostumbrarte al principio, ya que alguno que otro te abría el apetito... pero fuiste un buen amigo también para ellos.
Y qué divertido era jugar contigo al “escondite”. Nos
encontrabas rápido y te ponías muy contento cuando te dábamos el premio. Con la
pelota también te lo pasabas bien, pero para jugar lo que más te gustaba era la
“cuerda”. Morder, estirar, correr…
Pero los años no pasan en balde para nadie, y para ti
tampoco. Te hiciste mayor, con todo lo que eso implica. Nos empezamos a dar
cuenta cuando encontramos un par de dientes por la casa. Pobre abuelito. Ya no
aguantabas los paseos largos, era normal. Necesitabas hidratarte con frecuencia.
Las escaleras eran un gran obstáculo para ti, menos mal que había ascensor. Te
costaba caminar, y dormías muchas horas.
Llegó el verano, el calor y tus
sofocos. Todo el día cara al ventilador y el aire acondicionado y no podías
respirar. Más tarde apareció un bulto feo en tu perfecta cara blanca. ¿Una
muela inflamada? ¿Una espiga clavada? Se hinchó tanto tanto que dificultaba tu
respiración y no te dejaba ver. Sufrimos mucho, y tu también. Te veíamos casi
sin fuerzas para respirar, con la cara hinchada, pero seguías alegre. Sorprendente.
Al final resultó ser algo mucho peor, algo mortal, sin solución. No nos lo
creíamos. Fue inevitable poner fin a eso, acabar con el padecimiento de todos.
Lo siento. Lo siento muchísimo. Me duele tanto que tuviera que pasar así...
Todos
soñamos con morir de viejos, durmiendo, sin sufrir. Y deseamos lo mismo para
nuestros amigos, y los seres vivos que amamos. Me duele mucho.
Fue así, como sucedió. Fue triste el final, pero sólo el
final. Todo el resto de la historia fue genial. Es como esas películas con las
que disfrutas tanto viéndolas, pero con un final triste, inesperado y
desagradable. Pero ese final con el tiempo se olvida, y quedan los buenos
recuerdos. Allá donde estés, gracias.